Crónica

Eurovisión: un barco a la deriva que entra en contradicción con sus propios valores

Desde su fundación en 1956, el Festival de Eurovisión ha presentado una premisa ambiciosa, reunir a los pueblos europeos, y progresivamente a otros que orbitan en su esfera cultural, bajo la bandera de la música, el espectáculo y la fraternidad transnacional.

La narrativa fundacional del certamen sostiene que, en un continente marcado por décadas de guerra y reconstrucción, la televisión podía transformarse en un puente simbólico, capaz de mostrar que los europeos eran capaces de cooperar para crear una variante artística. Durante mucho tiempo, esta visión no solo se mantuvo, sino que también se convirtió en un mito moderno que alimentó la percepción de Eurovisión como un espacio donde la identidad nacional se celebraba sin que ello derivara en confrontaciones, pero como todo lo que incumbe a la sociedad, en nigún caso «apolítico» como los supervisores de la Unión Europea de Radiodifusión (UER) y de la ORF (emisora organizadora del festival de 2026) nos están intentando vender en su discurso actual.

La globalización, la circulación constante de información y la intensificación de las tensiones geopolíticas hicieron evidente que ningún evento con audiencias de cientos de millones podía mantenerse impoluto. Pese a ello, la UER insistió una y otra vez en defender la naturaleza “no política” del certamen, construyendo un discurso que, lejos de inmunizar al festival, lo volvía más vulnerable a la crítica, si Eurovisión quiere erigirse como un escaparate de diversidad, libertad creativa y valores democráticos, ¿cómo puede permanecer ajeno a lo que ocurre fuera del escenario?

La respuesta, a partir de la década de 2010, fue cada vez más evidente: no puede. La incorporación de países no europeos, como Australia, la presencia continuada de Estados con tensiones geopolíticas profundas, los intentos de algunos gobiernos por utilizar el festival como herramienta de reputación e incluso los movimientos internos de protesta dentro de las propias delegaciones y radiodifusoras han tejido un entramado complejo que desafía la supuesta depuración política del evento.

A partir de aquí, el festival entra en una contradicción constante, dado que pretende actuar como un espacio neutral mientras funciona como un termómetro de relaciones internacionales, donde ni tan siquiera televisiones con valores «neutrales» como la suiza se mantienen ajenos al conflicto.

En esta paradoja se inscribe la expulsión de Rusia, la controversia constante en torno a Israel y el progresivo distanciamiento de algunas televisiones respecto a la línea oficial de la UER. Estos episodios no son accidentes, sino señales de un barco que navega en aguas tormentosas, tratando de sostener un equilibrio entre sus ideales y las exigencias morales, políticas y sociales del mundo contemporáneo.

Eurovisión, en suma, ya no es solo un concurso musical, es un espejo a veces incómodo, una plataforma donde los discursos simbólicos tienen consecuencias reales. Y este espejo, hoy más que nunca, expone grietas en la narrativa de unidad y neutralidad.

Rusia: el caso que rompió definitivamente la neutralidad

La expulsión de Rusia en 2022, apenas unos días después del estallido de la guerra en Ucrania, representó un antes y un después en la historia del festival. Más allá de la decisión en sí, comprensible y coherente para quienes defienden que no se puede blindar a un Estado responsable de una invasión militar abierta, lo relevante es lo que el episodio reveló sobre la propia UER y sus límites discursivos.

Hasta ese momento, el organismo se esforzaba por sostener que Eurovisión era un territorio cultural ajeno a la política. Sin embargo, la invasión rusa de Ucrania colocó a la institución frente a un dilema moral y de imagen insalvable, respaldado por otros eventos de caracter internacional y deportivos, permitir la participación de Rusia significaba enviar un mensaje devastador sobre los valores del certamen; pero expulsarla implicaba aceptar que el festival no era, ni podía ser, un espacio neutro.

La UER optó por lo segundo. Las emisoras rusas VGTKR, Channel One y Radio Ostankino, abandonaron de inmediato la organización, lo que confirmó que la ruptura no era simbólica sino estructural. El divorcio entre la UER y Rusia reflejó que Eurovisión sí establece líneas rojas políticas, también debidas al incumplimiento de determinados reglamentos. Lo hizo antes con Yugoslavia en contextos de guerra; lo había hecho en casos puntuales por razones técnicas; pero nunca con una potencia tan influyente ni en un marco mediático tan expuesto al juzgamiento social. Fue un gesto con un enorme peso simbólico, pero también un recordatorio de que los valores del festival entre los que emergen la democracia, el respeto, la diversidad y la fraternidad, no eran un simple adorno retórico, sino principios que, cuando se ponen a prueba, obligan a tomar decisiones incómodas.

Israel, un espejo con fisuras internas en la UER

La controversia en torno a Israel constituye uno de los desafíos más complejos y corrosivos que ha afrontado Eurovisión en su historia. A diferencia de la expulsión clara y categórica de Rusia, el caso israelí arrastra una ambigüedad que ha puesto al descubierto la fragilidad de la UER y la inconsistencia de su discurso sobre la neutralidad.

La reunión de la ORF, televisión anfitriona de la edición de 2026, con el presidente de Israel en plena crisis reputacional supuso un gesto profundamente simbólico. En ese encuentro, se reafirmaba el interés de la UER en que Israel debe participar, pero lo cierto es que pese a negrlo, la KAN podría no haber cumplido con los estándares de la organización. Sin embargo, esta línea oficial se enfrenta a un hecho incuestionable, donde varias televisiones públicas europeas declaran abiertamente que se retirarán si Israel compite, revelando una fractura interna que pone en juego a emisoras públicas como las de España (Big 5), Países Bajos (mayor aporte económico fuera del Big 5), Eslovenia o Irlanda.

Este choque entre discursos evidencia un conflicto mucho más profundo, la tensión entre tradición institucional y responsabilidad ética. Para la UER, Israel es un miembro histórico y un socio estratégico, donde no debemos de olvidar que empresas israelies configuran el mayor patrocinio del evento. Para una parte creciente del ecosistema eurovisivo, cada vez más tensionado y puesto en jaque ante la crítica mediática y social. La organización intenta sostener la narrativa de imparcialidad, pero cada gesto, comunicado o silencio se convierte inevitablemente en una toma de postura política.

Eurovisión no consigue satisfacer a ninguna de las partes implicadas, y la contradicción entre lo que dice defender y lo que realmente gestiona se ha vuelto demasiado visible.

Cambios en el sistema de cara a 2026

Recientemente, se han publicado cambios en el sistema de Eurovisión de cara a 2026 que intentan hacer desaparecer una problemática que realmente no resuelve, porque su epicentro no radica en el foco mediático actual.

La restitución del voto de los jurados en semifinales es una decisión plenamente razonable. En realidad, nunca dejaron de existir, simplemente se había dejado de contabilizar su evaluación en las dos primeras galas del evento. Las irregularidades detectadas en el pasado entre las votaciones de semifinales y final no se solucionaban eliminando la figura del jurado, sino asegurando que la dirección ejecutiva fuese capaz de prevenir cualquier práctica cuestionable. En ese sentido, su regreso constituye una noticia positiva para la integridad del sistema de votación.

Del mismo modo, la ampliación de cinco a siete miembros por jurado se queda corta. Su labor se desarrolla desde sus propios países y no requiere desplazamientos, por ello sería más lógico una expansión más cuantiosa, de al menos a 10 o incluso 15 integrantes por emisora participante, que garantizase una mayor pluralidad y redujese la vulnerabilidad frente a influencias externas, como las demostradas en numerosas ocasiones, la más reseñable la de 2022. También la limitación a diez votos por país resulta razonable en términos operativos, aunque conviene recordar que una votación que puede edulcorarse con 20 votos, también puede hacerlo con 10; el problema no desaparece, simplemente queda compactado.

Ahora bien, por muy beneficiosas que estas medidas resulten para la mecánica del certamen, no pueden servir como vía para justificar la participación de la emisora israelí, ni para solventar el conflicto ético y moral que su presencia implica. Las dudas relativas al cumplimiento del reglamento, al respeto de los derechos humanos y al papel que debería desempeñar la UER ante situaciones de esta naturaleza no se resuelven mediante ajustes técnicos. La integridad del festival exige coherencia, no únicamente eficiencia, que por supuesto llega tarde y queda pendiente ver como se llega a implantar.

Y, desde luego, si como ha afirmado el supervisor ejecutivo, el festival depende de “televisiones” y no entra en el discurso de los “gobiernos”, resulta imposible ignorar ciertas contradicciones. Continúa sin resultar convincente cómo se justificó el veto a Rusia cuando las infracciones que se le reprocharon guardan una proporcionalidad, respecto a las atribuidas a Israel. Igualmente desconcertante resulta la visita reciente de la ORF para reunirse con el presidente israelí, un gesto difícil de conciliar con la supuesta separación estricta entre radiodifusoras públicas y autoridades políticas. Todo ello proyecta la sensación de que las reglas no se aplican con igual rigor para todos, sino únicamente allí donde conviene.


Fuentes: ESCplus España, EBU